Carta a Mariola

viernes, 13 de julio de 2012

Fischer da jaque mate a la URSS. Dos inteligencias sobrehumanas volcadas sobre un tablero de ajedrez para luchar por la supremacía. Así vivió el mundo en 1972 el duelo entre los mejores jugadores de ajedrez, que simbolizaban el enfrentamiento de las dos superpotencias. Fischer contra Spassky, duelo de titanes.


Fischer da jaque mate a la URSS
Boris Spassky y Bobby Fischer en una escena del documental "Bobby Fischer Against the World" 3 de junio del 2011. Bloomberg

Hace 40 años...   
Era la época de la disuasión nuclear, de los misiles intercontinentales y el teléfono rojo. Años en los que no parecía descartable un enfrentamiento nuclear entre USA y la URSS, con la mutua destrucción asegurada. El antagonismo entre las superpotencias elevaba el termómetro en aquel verano de 1972 y la tensión que amenazaba con llevárselo todo por delante acabó por estallar de la forma más incruenta que pueda imaginarse: en un tablero de ajedrez.
Aquel verano el mundo vivió pendiente de uno de los lugares menos calurosos de la Tierra: Islandia, la solitaria isla ártica. Una isla fría solo en apariencia, ya se sabe que los géiseres pueden elevarse con una furia fenomenal. Algo así ocurrió en Reijkyavik, su capital, la ciudad que había conseguido ganar una millonaria subasta por la celebración de la final del campeonato mundial de ajedrez. Había puesto 125.000 dólares sobre la mesa, una cantidad inaudita para la época y para el ajedrez.
Pero es que aquella final era algo más que un encuentro entre dos grandes mentes. Por primera  vez en la historia un ajedrecista estadounidense, un joven excéntrico llamado Booby Fischer, se había ganado el derecho a disputar el título mundial al conseguir superar las complicadas fases eliminatorias tras las que solo podía sobrevivir un aspirante.
Su candidatura era de por sí algo sorprendente. El título había cambiado mucho de manos después de la Segunda Guera Mundial, pero siempre con un denominador común: desde 1948 el campeón era soviético. La URSS había transformado en deporte nacional el ajedrez, el juego que ya practicaba el revolucionario Lenin con pasión, produciendo una larga serie de jugadores que monopolizaron la corona mundial ininterrumpidamente durante más de veinticinco años. El último representante de la imbatida escuela soviética era el por entonces campeón, Boris Spassky, que había aprendido a jugar a los cinco años en un tren mientras su familia evacuaba su ciudad natal, San Petersburgo, en plena II Guerra Mundial.
El aspirante, Robert James “Bobby” Fischer, era el prototipo de vaquero solitario que solo la cultura americana podía producir, y por eso hacía ya años que se había convertido en un personaje atractivo para los medios de comunicación. Criado por una madre divorciada en Chicago primero y en Brooklyn después, encontró la vía para dar salida a sus ilusiones en el juego de ajedrez que su hermana mayor compró en una tienda de chucherías y con cuyas escuetas instrucciones ambos aprendieron de forma autodidacta. Durante unas vacaciones de verano, Bobby Fischer encontró un viejo libro de ajedrez: ‘Aquello fue un sensacional hallazgo, un tesoro’, le confesaría el jugador americano al colaborador de La Vanguardia Román Torán, que durante décadas compuso los problemas de ajedrez de la sección de pasatiempos de este diario y que lo conoció muy bien.
La madre de Fischer escribió al diario Brooklyn Eagle buscando contrincantes de la edad de su hijo, y le recomendaron que participase en una partida simultánea, que perdió en tan solo 15 jugadas. Eso no le desanimó ni a él ni a uno de los espectadores, el secretario del Club de Ajedrez de Brooklyn, que le enseñó en profundidad. En 1955 participó en dos campeonatos nacionales con resultados muy modestos pero al año siguiente, a la precoz edad de 13 y para sorpresa de todos, se proclamó campeón junior de Estados Unidos, ganando ocho partidas, empatando una y perdiendo solo otra. Un talento excepcional acababa de extender su tarjeta de presentación.
El niño Fischer tomó entonces una decisión trascendental: dejó los estudios. ‘¿Qué me pueden enseñar en la escuela para ser campeón mundial?’, decía. Se consagró en cuerpo y alma al ajedrez y la diosa Cassia –musa de los tableros– le compensó: inició una ascensión sin precedentes en la historia que le llevó a ganar el campeonato de Estados Unidos absoluto las ocho veces en que participó, una de ellas, la de 1963-64, venciendo en las 11 partidas que disputó, un registro más allá de lo humano.
Su ímpetu juvenil, su autoconfianza y un carácter propenso al conflicto le llevaron pronto al antagonismo con los soviéticos, que acostumbraban a copar las victorias en los mejores torneos internacionales. En diversas ocasiones, se quejó de que las condiciones de juego los favorecían y les lanzó todo tipo de acusaciones, que se resumen en una de sus frases más arrogantes: ‘Me han puesto siempre dificultades, pues saben quién les va a derrotar’. Con afirmaciones como ésta –y con un juego de ataque bello y demoledor como nunca se había visto antes, ni después– Fischer se convirtió en el favorito del ‘mundo libre’.
En diciembre de 1970, Bobby puso en España la primera piedra para su asalto al campeonato del mundo, al vencer arrolladoramente en el Torneo Interzonal de Palma de Mallorca. Luego, en las posteriores eliminatorias individuales destrozaría a sus contrincantes, tres de los mejores jugadores de la época, venciendo a dos de ellos por un humillante 6-0.
Y entonces llegó el match definitivo, y con él la polémica. El mundo estaba dividido en dos y así se repartieron también las afinidades. Por si hiciera falta, Fischer atizó más el fuego, al imponer todo tipo de condiciones a la celebración del torneo, arriesgando incluso su celebración. La principal era su negativa a jugar si no se incrementaba drásticamente la bolsa de premios que había ofrecido la ciudad de Reijkyavik, aquellos desmesurados 125.000 dólares de la época. La situación no se resolvió hasta que un financiero británico, James Slater, decidió ofrecer él la misma cantidad, doblando así la recompensa total.
Una vez ese obstáculo quedó salvado, Fischer puso muchos otros: se quejó de la iluminación de la sala, del tipo de tablero y del modelo de piezas escogidas, y también de la posición de las cámaras de televisión. Fue todo un festival de exigencias que se sucedían ante la paciencia del mucho más calmado Spassky, que se limitaba a decir: ‘Dejaré eso para Bobby. No tiene importancia para mí’. Sin embargo, con sus requerimientos, Fischer conseguía ganar la primera batalla antes de empezar: la del juego psicológico.
Finalmente, el match comenzó el 11 de julio, pero Fischer continuó con su extravagancia. A la hora de comienzo del encuentro, las cinco de la tarde, no se encontraba en la sala y Spassky adelantó su peón blanco de dama sin tener a su contrincante delante. El reloj se puso en marcha, y todo el mundo se mantuvo en vilo. Siete largos minutos tardó el americano en dignarse a aparecer en el recinto.
Lo increíble es que después de todo el juego psicológico, el temible Fischer resbaló en el juego real y perdió esta primera partida –en una posición igualada y sencilla– al cometer un error de cálculo indigno de su nivel y regalar uno de sus alfiles. El mundo quedó decepcionado.

La segunda partida ahondó en la sensación de perplejidad: Fischer, que ya se había quejado de las cámaras de televisión no las quería en la sala. Su petición no se aceptó y él no se presentó a jugar la partida en protesta por ello y la perdió. La situación se tornó crítica: si alguien no cedía, el match se encaminaba a la derrota por incomparecencia de la estrella americana.
Finalmente quien dio facilidades para la continuación sería el campeón Spassky, que accedería a jugar el tercer encuentro en una sala más pequeña, donde ni las cámaras ni la concurrencia molestasen al americano. El propio Spassky reconocería tras el campeonato aLa Vanguardia que ‘fue un gran error psicológico’ ceder a las pretensiones de su contrincante. En esa tercera partida cambió todo el signo de la contienda: Fischer la ganó con negras brillantemente y empezó a tomar el timón del enfrentamiento, que acabaría venciendo el 1 de septiembre, día en que Spassky comunicó por teléfono que abandonaba la última partida, la 21ª, con un resultado global de 12’5 a 8,5 favorable a Bobby.
A su vuelta a Estados Unidos, Fischer fue recibido por una multitud, a la altura de un héroe de guerra. Había dado un triunfo simbólico a su país, como los paladines que luchaban en las justas medievales representando a su rey. Spassky, derrotado sin paliativos, recibió las críticas del establishment soviético y fue postergado en favor de una nueva promesa, Anatoli Karpov. En el reino de las 64 casillas, Estados Unidos ganó la primera batalla de la Guerra Fría.  

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